jueves, 24 de enero de 2008

¡Waaaaaaa!
Muero de vergüenza. Sigo sintiendo mi cara caliente y he borrado esta misma frase como 10 veces porque no puedo recordar lo que acaba de pasar sin estrujarme el pelo y desear retroceder el tiempo.
Algo se me acaba de venir a la cabeza. ¿Qué estará pensando de mí en estos momentos? ¡Ahhh! ¿Atrevido? ¿Confianzudo? Probablemente los adjetivos sean más duros. ¡Ella también se sonrojó! La debo haber hecho sentir mal… ¡qué vergüenza debe estar sintiendo ella también por mi culpa!
Trataré de describir lo que paso de acuerdo mis dedos temblorosos me dejen.
Había ido a preguntar qué tendríamos de cena, cuando escuché una melodía. Alguien estaba tocando el piano de la cabaña central. Que raro –pensé–. Ese piano ha estado sin tocar desde…. ¿siempre? ¡Bah! Desde que empecé a venir acá. Sigo con el relato. Fui a ver quién tocaba esa dulce melodía. Creía haberla oído antes. Y sí: tenía razón. Cuando vi que era Virginia la que tocaba recordé que ,una vez en mi cuarto, había escuchado lo mismo que en esos momentos.

-¿Santiago?
-¿Uh? ¡Ah! Este...
-¿Qué haces ahí?
-Bueno… yo
-Ven, siéntate

No debí hacerle caso. Debí quedarme parado.

Me senté a su lado. Ella veía teclas blancas y negras. Yo la veía a ella. De pronto, un mechón dejó de sujetarse a su oreja. Cayó sobre su ojo. Acerqué mi mano lentamente. Pude volverlo a su sitio. Pero al retirar mi mano, rocé suavemente su rostro. En ese instante, yo me di cuenta de lo que hacía. Rápidamente, oculté mi mano dentro de mi campera. Pero ya estaba todo hecho. Ante la mirada sorprendida de Virginia empecé a tornarme rojo. Ella, también. No podía seguir soportando su mirada (sentí que fueron horas) y me paré. Creo que ella se reía: la vi sonreír. De alguna manera, ella terminó saliendo y yo me desplomé sobre la silla de la computadora.

No hay comentarios: